Hace casi cien años nació en el número 6 de la calle de San Bernabé de Madrid una mujer que iba a tener una vida de película. Complicada, larga y apasionante. No era lo previsto. Lo natural hubiera sido que, al nacer en una familia culta y adinerada, Paquita Gorroño hubiera tenido una vida cómoda y apacible. Pero no fue así. Hoy es una pequeña celebridad en la ciudad en la que vive, Rabat, y en la que quiere morir. Dicen las estadísticas que en España residen casi 800.000 marroquíes y en Marruecos menos de 8.000 españoles, es decir, que en principio hay cien veces más marroquíes dispuestos a venirse a España que viceversa. Pero Gorroño no quiere volver al país del que la echó Franco hace 74 años. Esta es la historia de una republicana y laica convencida que terminó trabajando para un príncipe en un país donde la monarquía es sagrada y en el que el rey, además de rey, es papa.
“Todo era de color de rosa. Mi única preocupación era dónde íbamos de vacaciones. En contra de mi madre, que pensaba que estaba loca por querer trabajar, me presenté a las pruebas para Iberia, que iba a abrir la línea Madrid-París y buscaba señoritas que supieran francés. Yo lo hablaba perfectamente porque mis padres me habían enviado a estudiar a París. Habría sido una de las primeras azafatas de aquella línea, pero estalló la Guerra Civil...”.
Gorroño huyó a Valencia y después a Barcelona. “En 1939 entraron las tropas franquistas y salí yo. Con lo puesto. Bien calzada, bien vestida, pero con lo puesto”. En el camino a Francia, en camión con un grupo de hombres, sufrió varios bombardeos. Iban recogiendo heridos, y el trayecto terminó en un campo de concentración, Le Boulou. “Había millares de españoles porque desde aquel campo se distribuían a otros. Los soldados franceses me contaron que les habían dicho que los españoles que venían eran forajidos, comunistas y anarquistas que mataban a diestro y siniestro, pero se encontraron con mujeres, ancianos, niños... Allí no había ni letrinas, y era un jaleo porque los españoles no entendían a los franceses ni los franceses a los españoles. Un día vi una cola larguísima, pregunté para qué era a los españoles y dijeron que allí daban el salvoconducto para salir. Le pregunté a los franceses y dijeron que de allí solo se salía a Marruecos o Argelia y si tenías familiares”.
El marido de Gorroño tenía un tío en Marruecos, así que le escribieron una carta. “Y llegó la respuesta de la tía en telegrama: Oncle decedé (tío ha muerto). El oficial dijo: ‘Con esto van a ir ustedes al entierro’. La única condición que me puso fue que mientras me arreglaban los papeles para salir del campo le ayudara a traducir a los españoles. Así es como llegué a Marruecos”.
Hoy es el país donde quiere morirse, pero entonces era el último lugar al que hubiese querido ir. “Marruecos para mí era una tragedia. Al lado de nuestra casa en Madrid estaba el cuartel del que salían las tropas para Marruecos y veíamos a las madres que se tiraban al suelo y abrazaban a sus hijos para que no se marcharan. La policía las apartaba y era imposible no llorar con ellas. Mi abuelo les decía: ‘A vuestros hijos no los mata Abd el Krim, los mata el Gobierno. Abd el Krim defiende su país”.
En Marruecos, Gorroño se puso a trabajar de niñera y, después, de secretaria en una fábrica de corcho. “Pero vino el armisticio y el mariscal Pétain decretó: ‘La mujer al hogar. Las extranjeras no trabajan”. Ella se las apañó para encadenar un par de trabajos. Hasta que un príncipe llegó a su vida.
Por medio de un amigo, consiguió un trabajo de dactilógrafa dentro del Palacio Real de Rabat. “Al príncipe Hassan lo conocí cuando tenía 14 años. Lo primero que me encargó fue hacer unas invitaciones a máquina para invitar a sus amigos del colegio, ocho en total, a palacio. Mohamed V era muy estricto y en vacaciones le ponía un profesor. A mí me daba lástima. Yo pensaba: ‘Mi hijo, que es un pelagatos, tiene vacaciones y este, que va a ser rey, aquí está trabajando”. Con Hassan II, esta republicana viviría algunas situaciones surrealistas —“en cada tragedia hay siempre algo cómico”— como ir a Tetuán a pasar revista a las tropas franquistas. A Madrid se quedaría sin ir, sin embargo, porque se negó a que en su pasaporte republicano le estamparan un sello franquista. “Hassan comprendió”, asegura. “Cuando vino la independencia tenía que fusionar a los dos ejércitos, el del norte y el del sur, y necesitaba una persona bilingüe. Yo le recordé que era una refugiada política, algo que él siempre supo, y me contestó que no había problema porque su personal no tenía nada que ver con Franco”.
Terminado su trabajo de traductora durante la fusión de los ejércitos, el príncipe Hassan le ofreció ser su secretaria particular. “En palacio todos son espías. De mayor o menor categoría, pero espías. Cuando el príncipe hablaba con alguien había 50 oídos escuchando, sin comprender que él también sabía que le estaban escuchando y decía lo que quería que oyesen”.
Pasados unos años, Gorroño cuenta que el ambiente dejó de gustarle y buscó otro trabajo. “Hay gente que habla muy mal de Hassan y tiene sus motivos. Pero siempre se portó muy bien conmigo. Cuando me despedí de él me dijo: ‘Madame Gorroño, esta será siempre su casa. Cuando necesite algo no tiene nada más que venir’. Solo volví una vez, al cabo de muchos años, porque me querían echar de mi casa. El dueño quería subir el alquiler y fue a un tribunal a decir que necesitaba el piso para un familiar. Llamé a palacio y me identifiqué. A los cinco minutos volvieron a llamarme para decirme que un coche venía a buscarme. Le expliqué la situación y me entendió mal porque al salir de palacio, el hombre que me acompañaba me preguntó: ‘¿Cuánto debe usted?’. ‘¿Deber? Yo no debo nada’, le contesté. ‘El Rey ha dado orden de que se pague lo que debe’, me dijo. Aclaramos el malentendido y cuando llegó el día del juicio, los que me querían echar ni se presentaron”.
En esa modesta vivienda, un segundo piso sin ascensor, Gorroño ha vivido más años de los que tenía cuando huyó de España. Desde hace 12 le acompaña Fátima, la marroquí que la cuida. De su marido se separó —“después tuve muchos pretendientes y dos me pidieron matrimonio, uno francés y otro ruso”— y su hijo hizo vida en Praga. Solo una vez pensó que volvería a España. “Cuando los aliados ganaron la II Guerra Mundial, los exiliados en Rabat salimos a la calle a celebrarlo con banderas republicanas. Estábamos convencidos de que Franco no tardaría en caer. Mi marido y yo incluso nos dimos un viaje por Marruecos, de despedida. Pero Franco no cayó. Luego vino la Transición y seguían los mismos... Así que no vuelvo a España. Me voy a morir sin conocer Ávila, que está a cien kilómetros del sitio en que nací”.
En la televisión solo tiene sintonizados dos canales: Euronews y Russia Today. Pero está perfectamente informada: “Hace poco leí en su periódico que en El Salvador habían metido a 49 mujeres en la cárcel por abortar (...) Me gusta que en Alemania mande una mujer, aunque sea de derechas (...) Esto del safari del Rey... yo creo que fue a cazar elefantes porque no hay bicho más grande y así seguro que no fallaba”.
—¿Y el príncipe Felipe, qué le parece?
—Muy alto.
Gorroño ríe con ganas. Setenta y cuatro años en Marruecos no la han hecho monárquica. Por algo la llamaban, recuerda, “La Pasionaria de Rabat”.